“El tiempo parece transcurrir. El mundo sucede, se desdobla en instantes sucesivos, y uno se detiene a contemplar [a una abeja que camina sobre el cristal de la ventana]”.
La que habla, la que habla para sí misma, la que observa a la abeja, es el personaje femenino de una novela de Don Delillo, titulada curiosamente Body Art. Es la primera escena de la novela. “Se advierte una inmediatez en la luz” y “las cosas”, dice nuestra protagonista, parecen “delimitadas con precisión”. En primer lugar, es la escena de un alejamiento progresivo entre dos personas. Ella y un hombre coinciden en la cocina y se esquivan el uno al otro, “mientras sacan cosas de las alacenas y los cajones, aún algo húmedos de sueño derretido”. Es, también, la escena de un desayuno: “Ella dejó correr el agua del grifo sobre los arándanos que portaba en el hueco de la mano y cerró los ojos para disfrutar del aroma que ascendía. Él, sentado frente al periódico, removía el café. Se trataba de su café, de su taza. Compartían el periódico, pero el periódico, en realidad, le pertenecía tácitamente a ella”. En tercer lugar, es la escena de una primavera: la mujer contempla el jardín que se extiende más allá de la ventana, y observa los “destellos” de luz “que relucen en la bahía”. Es uno de “esos días brillantes” posteriores a una tormenta: “El viento susurra entre los pinos y el mundo nace, irreversible”. La escena concluye para nosotras cuando ella abre la alacena, “con los arándanos aún húmedos en la mano”, y coge un cuenco blanco. Después lo dejará sobre la mesa y esparcirá “los arándanos frescos por encima”.
La segunda escena la extraemos de una pieza audiovisual de Abu Ali, titulada En el camino de las abejas. Debajo de un manzano, un hombre, un apicultor, nos habla acerca del proceso artesanal de extracción y de elaboración de la miel. Mientras el hombre habla, los rayos del sol caen oblicuamente sobre la lente de la cámara, y producen, fugazmente, un efecto arcoíris sobre la imagen. De algún modo, este hecho despierta en nosotras la nostalgia de una luz y de un oficio que desaparecen. Sin embargo, en esta obra, el cineasta no se preocupa solo por lo que les sucede o hacen las personas, y las acciones y los dramas humanos no son los únicos que cuentan en la cinta. En otras escenas del vídeo, se filma a las abejas en el vuelo circular alrededor de la flor, en su trayecto hacia una luz, o en el trance de la ingestión del néctar. En la exposición Ciencia fricción, en la que estaba incluida esta pieza, se tomó una decisión durante el proceso de montaje que quería subrayar, precisamente, esta circunstancia: la presencia de los polinizadores. Frente a la pantalla, encima del banco en el que el espectador se sentaba para ver el film de Abu Ali, se había colocado un altavoz que recogía el sonido constante del zumbido de las abejas.
Entre las dos escenas, entonces, entre estas dos obras, hay una diferencia fundamental, que tiene lugar en el reparto de lo sensible que pone en juego cada una de ellas. En la primera obra, de Don Delillo, asistimos a la historia de un desencuentro entre dos personas, que parece que se alejan irremediablemente. En la segunda, escuchamos el relato de una relación entre el hombre y las abejas. En Body Art, la primavera es un marco, un escenario, algo que acontece espontáneamente y que sirve de fondo para la narración de la acción humana. En la obra de Abu Ali, esta segmentación entre lo que ocurre fuera y lo que nos ocurre a nosotras —entre los seres humanos y la naturaleza, entre lo natural y lo cultural— no existe. En el vídeo, la luz no “delimita” cada cosa con la misma “precisión” con la que, supuestamente, lo hace en la novela. Aquí, la primavera se hace, no acontece subrepticiamente. Son los polinizadores, como señala Baptiste Morizot, los que “crean literalmente”
lo que nosotros y nosotras, ingenuamente, llamamos “la primavera, como si fuera un regalo del universo o del sol”: “No, es su acción bulliciosa, invisible y planetaria, la que todos los años invoca en el mundo, al salir del invierno, las flores, los frutos, los dones de la tierra y su regreso inmemorial. Los polinizadores, abejas, abejorros, aves, no están colocados como si fueran muebles en el decorado natural e inmutable de las estaciones: fabrican todo lo vivo que tiene esa estación. Sin ellos, tal vez la nieve se derretiría al aumentar la insolación hacia el mes de marzo, pero sería en un terreno baldío: no tendríamos las flores de los cerezos, ni ninguna otra... No tendríamos más que un invierno interminable. Un ser que crea la primavera con sus manos, por decirlo así, no puede ocupar el lugar de un elemento del decorado, de un recurso. Es un habitante, que figura en el ámbito de las fuerzas con las que va a haber que negociar las formas de nuestra vida común”. Es aquí, justamente, en el camino que va de una escena a otra, en la atención a los seres y las fuerzas con las que compartimos la vida, donde se sitúa la práctica de Laura Salguero y las piezas que conforman esta exposición.
El cuenco blanco y el resto de las piezas de la vajilla con las que se abre Un fluir cálido han sido elaboradas con cera. Laura Salguero trabaja con cera virgen de abeja, pero también con ceras de origen vegetal o mineral. La cera, por su carácter maleable, por su capacidad para entrar en contacto con otros materiales y adquirir, a través de esa relación, innumerables formas y colores, se presenta, aquí, como un símbolo y a la vez como un rastro material de la interrelación entre las especies y entre los reinos. Una interrelación que cuestiona la idea de que los seres humanos estamos separados del resto de seres vivos y de que la naturaleza es el escenario de nuestras acciones. Tal vez en este gesto podamos encontrar de facto una de las claves de la exposición: en el gesto de la artista de incidir en las cualidades metamórficas de la cera, que se despliega en las diferentes texturas, tonos y formas que adquieren las distintas piezas, y que evocan, así, material y simbólicamente, las historias de co-evolución que expresan las formas en las que se ha desarrollado la vida en el planeta. Para Laura Salguero, quizás no es tan relevante —o no únicamente— el resultado que se expone en forma de obra (cada cuenco, cada placa, cada fluido) como el hecho de que la materia, la cera, pueda aparecer de forma diversa en esta serie de objetos.
Laura Salguero ha trabajado, desde el comienzo de su obra, en el cuestionamiento del sistema de oposiciones que funda la episteme occidental, desde la división del cuerpo y la psique, hasta la serie de parejas que emana de esta primera grieta: lo racional y lo emocional, lo humano y lo animal, lo artificial y lo natural, la cultura y la naturaleza. La práctica artística asomaba como el territorio desde el que indagar en la penumbra de cada pareja y revelaba, así, para ella, su propio sentido. La operación que realiza en Un fluir cálido va un paso más allá. Ya no se trata de reivindicar el elemento de la pareja que ha sido desterrado en el transcurso de nuestra modernidad. Su operación consiste, más bien, en hacer saltar por los aires el eje que organiza este sistema de oposiciones. Lo que permite una forma de vida más amable, más real, es romper la pareja, la oposición entre los elementos de cada binomio. Creo que el recorrido que traza esta muestra es una invitación a sentir de manera no binaria el “fluir cálido” de una vida. Desde el cuenco blanco que no es de porcelana sino de cera, hasta las piezas que, desde la cera, ensayan una transformación aún no acabada: un burbujeo mineral, una rugosidad de liquen, una carne humana.
Quizás no hubiera sido así, quizás no hubiera recibido el sentido de una invitación, si el proceso de trabajo que ha permitido a la artista crear estas piezas no hubiese sido, a su vez, tentativo y errático. Laura Salguero no ha trabajado, no ha podido trabajar, esta vez, desde una concepción platónica del arte —esa concepción que dice que el artista tiene primero una idea, que luego plasma en la obra gracias a la transformación de la materia. Esta concepción del arte responde, como se ve, a la oposición entre el mundo de las ideas y el mundo sensible. En el proceso de trabajo que ha conducido a esta exposición, Laura Salguero ha renunciado, o no ha sido capaz, de sostener esta tradición. Aquí no había una idea previa que luego se transformaba en un objeto. La artista no sabía
qué quería o podía hallar después del trabajo con la cera, el fuego, el aire, el agua fría. Si hay algo que la artista ha sostenido es un no saber sobre el proceso y sobre la obra. Cuando le pregunto, no alcanza a decirme qué es lo que quería decir o exponer en esta muestra. Apenas me habla de un taller, de unas herramientas, de un campo de trabajo, y se hace una pregunta por las metamorfosis de la materia. Al final acaba sugiriéndome, de hecho, que esta exposición encierra una aporía: muestra un proceso de trabajo en el momento en que el proceso de trabajo cristaliza (es decir: en la forma de una obra) y deja de ser proceso. Aunque esto no me lo dice, creo que lo que a ella le habría gustado es exponer la cera en pleno movimiento, en plena mutación, en la relación con los otros elementos, fluyendo de un estado a otro. Por eso, pienso, el título de la muestra es un verbo en infinitivo. Infinito.
Dado que, al menos de momento, no ha conseguido o no ha querido concretar esta posibilidad —la de exponer el discurrir continuo de la cera—, la artista ha optado por otras soluciones. Por un lado, presenta, como hemos dicho, un conjunto de piezas en una variación que tiende potencialmente al infinito. Pero además toma una decisión que, desde el último rincón de la muestra, baña a este conjunto de obras de un sentido, o de una calor, particular. Al final del recorrido de Un fluir cálido encontramos una serie de piezas que ni siquiera son, estrictamente, de ella, de la artista Laura Salguero. Estas piezas no dependen exclusivamente de sus hallazgos en la investigación con la cera o de su capacidad para crear formas a partir de ellos. Estas piezas son en efecto el resultado puntual de un proceso de creación —de co-creación— con las abejas. Laura Salguero encuentra una forma y propone a las abejas que la modelen, que la deshagan, que, de algún modo, la concluyan. La artista no tiene aquí el control sobre la culminación de la obra. Son las abejas las que, con su trabajo, con su “acción bulliciosa” e “invisible”, como decía Morizot, las que terminan de formar el objeto. Las abejas pasan aquí al primer plano de la exposición, se convierten en las protagonistas de esta historia, y nos hablan de un ambiente compartido a través de la cera y a través de su obra. La decisión de Laura Salguero ha sido, quizás, sencillamente, la de ceder a las abejas el turno de palabra. Para eso ha tenido que visitarlas, observarlas, escucharlas, darse cuenta de qué tipo de material iba a agradarles más (la cera virgen de abeja, y no una cera de producción industrial), observar cuál era el mejor momento y la mejor manera de disponer las piezas en cada colmena, qué distancia debía mantener entre cada una de ellas, en qué condiciones, o cuánto tiempo podía tardar en retirarlas. En suma, ha tenido que establecer una “gran conversación” con las abejas acerca de la posibilidad de hacer juntas una obra en un tiempo y en un lugar determinado. Una conversación siempre delicada, siempre abierta al malentendido, pero una conversación posible. En este sentido, no es casual que la intervención inicial de la artista haya sido la de proponer a las abejas que recreen piezas hechas en cera pero que reproducen objetos del ámbito doméstico (un cuenco, un jarrón, una cuchara). Tampoco que la artista descubriera la cera a través de su madre apicultora. Diría que de lo que Laura quiere “hablar” con las abejas es de la casa que compartimos con ellas. Y aquí, creo, volvemos al principio, al trabajo de la primavera y a las dependencias entre especies. Cuando Laura Salguero coloca sobre su mesa una placa de cera, cuando introduce un objeto en una colmena, está haciendo una pregunta e inventando a su vez el espacio para una respuesta. La pregunta, la primera pregunta que la artista hace a las abejas, es una pregunta por la convivencia, por “las formas de nuestra vida en común”. La respuesta es siempre una respuesta por venir, y no podremos proporcionarla nunca nosotras solas.
Texto: Miguel Ángel Martínez